Jesús decide cómo quiere entrar en Jerusalén, como un Mesías humilde y pacífico, defensor de los pobres y desvalidos, de aquellos que no tienen «rey» que los defienda. Tal como había profetizado Zacarías. En las horas de la pasión se muestra como el siervo de Dios entregado y pacíficamente sufriente de Isaías. Y en la cruz, se expresa como el siervo sufriente del salmo que clama con una infinita confianza a Dios Padre que guarda silencio, a su Abba de Getsemaní. Acompañando a Jesús en su pasión comprendemos que Dios está presente en medio de nuestros sufrimientos cuando entrevemos la esperanza de entrar con él en la Jerusalén del cielo.
La procesión de ramos expresa de manera sensible lo que ha sido nuestro peregrinar de Cuaresma. Es la culminación de la subida con Cristo a Jerusalén para vivir la pascua con Él, que, «reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz» (2 lectura.). La liturgia de hoy, pues, incluye los dos polos del misterio pascual: rechazo y aceptación, sombra y luz, muerte y vida. De la alegría de la procesión, pasaremos a la contemplación de la Pasión de Cristo en el Evangelio de la misa. Estos dos polos encuentran su expresión más completa y perfecta en el altar de la eucaristía, que, al mismo tiempo que sacrificio, es banquete festivo de los hijos de Dios.