Celebramos la entrada de Jesús en Jerusalén, montado en un borrico. Con este acto de humildad, nos muestra así el camino de abajamiento que le llevará hasta la muerte y una muerte de cruz. Nosotros sabemos que los caminos del Señor son rectos y por los que se puede andar con seguridad, porque es el mismo Dios el que allana los senderos a los justos. En la liturgia de este Domingo de Ramos se anuncia la Pasión del Señor, pero, al mismo tiempo, abre horizontes de esperanza, porque nos adelanta la victoria de Jesús sobre la muerte.
Nuestro Señor es aclamado a la entrada de Jerusalén; la gente seguía con la admiración hacia Él, creo que lo aclamaban de corazón, reconociendo su grandeza: «¡Es Jesús, el profeta de Nazaret de Galilea!». Jesucristo entró en Jerusalén entre los gritos de alabanza de unos, la indiferencia e ignorancia de otros, y la confesión de fe de los creyentes… Me pregunto: ¿Qué ha pasado para que estos que gritan sus alabanzas, a los pocos días pidan que lo crucifiquen?, ¿a qué se debe este cambio de opinión? La respuesta puede encontrarse en algo sencillo, que aquellos cánticos estaban muy influenciados por sus sentimientos de admiración y el juicio les venía de comprobar las obras que hacía Jesús, de la fama que le acompañaba, pero eso es fugaz, ya que cuando vienen los problemas la gente se olvida. Y aquí viene la catequesis que quiere el Señor que aprendan, Jesús les enseñará a hacer la voluntad del Padre, puesto que hacer la voluntad del Padre es su alimento. En la Sagrada Escritura podemos ver su conciencia clara y decidida a hacer la voluntad del Padre, recordad lo que dijo en otro momento de conflicto con los judíos: «Cuando levantéis en alto al Hijo del hombre, entonces conoceréis que “Yo soy”, y no hago nada por mí mismo, sino que, según me enseñó el Padre, hablo. El que me envió está conmigo; no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que es de su agrado» (Jn 8, 28-29).